Las sociedades industriales de la modernidad han sido sociedades de clases. Resultaba fácil representarlas como una pirámide vertical: en la base, los marginados y los trabajadores de poca cualificación; en las capas medias los trabajadores cualificados, los sectores profesionales y los pequeños y medianos propietarios; y en la cúspide la minoría de grandes empresarios, banqueros y rentistas. Este es un esquema que se puede matizar cuanto se quiera. Pero sin variaciones sustanciales ni en cuanto al modelo de representación, que seguirá siendo predominantemente vertical, ni en cuanto a criterios de diferenciación social, de entre los que siempre serán determinantes los niveles de renta y las posiciones en la estructura ocupacional.
En cambio las sociedades de la llamada postmodernidad, las que están configurándose bajo el impacto de la globalización, son más complejas. Se mantiene la escala vertical, aunque los escalones se han hecho más altos y numerosos, porque la desigualdad y la segmentación social van en aumento. Pero sobre todo aparecen nuevas líneas de fractura que ya no están fundadas en los viejos criterios de diferenciación en clases, sino en nuevos y múltiples elementos que configuran nuevas identidades colectivas. De hecho este es precisamente uno de los fenómenos más característicos de las sociedades contemporáneas: la proliferación de nexos de articulación social, que se superponen a las viejas relaciones de clase. Muchas de esas nuevas identidades no son más que prolongaciones de la capacidad de interacción social del individuo a partir de sus propias cualidades personales, de su profesión, estudios, creencias, gustos o aficiones. Por esa vía, y con la infraestructura que proporcionan las nuevas redes sociales en Internet, se produce una suerte de movimiento expansivo de la esfera privada, que bien puede extremarse hasta el límite del exhibicionismo, pero que no deja de ser esfera privada.
Pero ahora lo que nos interesa es poner el foco en esos otros movimientos surgidos en torno a cuestiones de indiscutible interés público.
Los primeros comenzaron a fraguar hace decenios. Las organizaciones feministas, ecologistas y pacifistas, la lucha por los derechos civiles de minorías raciales o la defensa de consumidores y usuarios, comenzaron a expandirse visiblemente en los países capitalistas avanzados en la década de los setenta del pasado siglo. Justo cuando, tras la primera crisis del petróleo de 1973, empezaban a quebrarse las bases de la pujante sociedad industrial construida tras la segunda guerra mundial. Pero el proceso sigue abierto, impulsado por una dinámica de cambio social acelerado que hace aflorar nuevos retos para la organización de la convivencia, y por una ciudadanía con más formación y fácil acceso a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, en cuyo seno se multiplican los liderazgos sociales y de opinión.
Los nuevos movimientos surgen con frecuencia por fragmentación o especialización de los preexistentes. Del crisol del ecologismo han surgido las organizaciones contra el maltrato animal y la lucha por una agricultura ecológica o contra la comercialización de organismos genéticamente modificados, causas estas dos últimas que han creado especialidades en el seno de organizaciones de agricultores o de consumidores. En el espacio de éstas se forman ahora las agrupaciones de afectados por los abusivos contratos hipotecarios. Los movimientos de gays y lesbianas se nutrieron en gran parte del discurso del feminismo, que también ha incubado las asociaciones contra la violencia de género. La lucha contra el racismo se ramifica en nuevas lecturas del derecho a la identidad cultural a cargo de organizaciones de inmigrantes, con frecuencia agrupadas según nacionalidades de origen. Y en el espacio del sindicalismo tradicional emergen plataformas de parados o de jóvenes y estudiantes sin futuro.
Se les imputa con frecuencia a estos movimientos un carácter esencialmente interclasista. En efecto, y por citar sólo pocos ejemplos, la lucha por la igualdad de género no enfrenta a ricos y pobres sino que reclama los derechos de las mujeres frente a los hombres. Y ecologistas y asociaciones de consumidores se enfrentan frecuente y simultáneamente a los intereses de empresarios y trabajadores de fábricas contaminantes y corporaciones sin escrúpulos.
De este argumento, entre otros, se nutren quienes afirman que ya no tiene sentido hablar de derechas e izquierdas, categorías analíticas y políticas que estarían caducando junto a la vieja sociedad de clases en que surgieron. Sin embargo estos movimientos comparten rasgos que autorizan a establecer un parentesco directo con lo que tradicionalmente ha sido el pensamiento de izquierdas. Son nuevas versiones del discurso de la emancipación, de la igualdad, de la suprema y eterna aspiración a la libertad, la dignidad y la felicidad del ser humano, surgidas en una sociedad que se ha vuelto sensible ante situaciones de opresión que antes toleraba o que no se habían puesto suficientemente de manifiesto. Con ello el espacio ideológico y político de la izquierda experimenta simultáneamente un doble proceso: de ampliación por la emergencia de nuevas causas y de fragmentación en redes especializadas en su defensa.
Ante este fenómeno las organizaciones políticas y sindicales que han polarizado la izquierda tradicional no han adoptado todavía una estrategia convincente. Portadoras de un discurso más omnicomprensivo e integrador que el de los nuevos movimientos, pero fundado en presupuestos éticos similares, no encuentran grandes dificultades para incorporar a su acervo ideológico las nuevas propuestas, pero conscientes de que son de producción ajena y con poco o ningún entusiasmo a la hora de traducirlas en políticas concretas. Por otra parte no pueden aspirar a encauzar ese nuevo caudal de energía en refuerzo de sus propias posiciones, a pesar de su creciente retroceso. En primer lugar por la simple evidencia de que no representan a ese extenso mosaico social que opera lejos de su órbita. Obra en su contra, además, la espiral de descrédito que producen los reiterados escándalos ante la conducta pública y privada de tantos dirigentes. Pero incluso aunque lograran hacerse perdonar sus fallos éticos, saben que no es fácil pedir aliento para su pesado ejercicio de continuo pragmatismo, que con harta frecuencia las pone bajo sospecha a ojos de los nuevos movimientos.
Se encuentran, unos y otros, ante el dilema de la competencia o la colaboración. Pueden hallar puntos de encuentro, puntuales o estratégicos, que se traducen en avances políticos y morales indiscutibles, tal como muestran en nuestro país el reconocimiento de nuevos derechos civiles a los homosexuales y en casi todo el mundo los avances en legislación medioambiental o contra la desigualdad de género. Pero también pueden hacerse patentes los desencuentros, tal como acaba de mostrar la sucesión, en el breve plazo de dos semanas, de las manifestaciones del 1 y del 15 de mayo. Las dos han exteriorizado reivindicaciones comunes, pero envueltas en discursos diferentes. Los sindicatos, fieles a su misión, nos han propuesto una acción decidida pero defensiva, de refuerzo a sus negociaciones con gobierno y patronal, guiada por la finalidad de minimizar los daños con que nos amenaza la crisis. Las organizaciones y personas de la plataforma Democracia Real Ya también han aireado reivindicaciones y medidas parciales, pero más que insinúan la necesidad de todo un proyecto de refundación del sistema político y económico. Cuando los medios de comunicación recordaban el primer año cumplido desde el radical giro social y económico impuesto a y por el gobierno, el pasado 1 de mayo ha sido uno de los que menos gente ha echado a la calle en los últimos lustros. En cambio el 15 de mayo, estridentemente silenciado hasta después de su celebración, salvo por quienes han seguido sus consignas en Internet, ha hecho cuajar la sensación compartida de que se ha producido un punto de inflexión, un antes y un después.
Sin duda es pronto para evaluar su alcance futuro. Pero que miles de personas, jóvenes en su mayoría, hayan prestado tan desigual atención a ambas convocatorias da que pensar. Sobre todo a quienes nos sentimos de izquierdas y hemos entregado una parte importante de nuestra existencia en la militancia en partidos políticos y sindicatos. Ahora sabemos no sólo que no somos mejores, ni más listos, ni más eficientes. Ni siquiera somos más, aunque el censo de afiliados a nuestras organizaciones pretenda afirmar lo contrario.
Por eso deberíamos hacer una profunda cura de humildad. Empezando por un trato con esas nuevas organizaciones sin pretensiones de que nos respeten canas ni cicatrices, de igual a igual, sabiendo que nos mueve un propósito que sólo tendrá visos de materializarse con su energía y quizás con nuestra experiencia.
Para ello, además, hay que estar dispuesto a bajar del pedestal tradiciones organizativas y culturas políticas que ya no son de este siglo. Partidos y sindicatos siguen viéndose a sí mismos como la encarnación colectiva de los intereses de masas y clases. Pero esas masas y clases han sido enterradas por individuos y grupos con identidades fuertes, que contribuyen más que nadie a que nuestras sociedades no terminen enteramente hundidas en un magma de indolencia y de cinismo. Si nuestros dirigentes (políticos sobre todo, pero también sindicales) pretenden mantener su aspiración a la erre de representación, deben asumir con todas las consecuencias la erre de responsabilidad, no ante sus propias organizaciones y burocracias, sino ante el vasto y plural universo de personas cuya confianza reclaman.
Por su parte, los nuevos movimientos deberían ser persistentes en una idea que, hasta el momento, se deduce de las declaraciones de unos jóvenes portavoces que ofrecen envidiables muestras de cordura. La idea de que la democracia, y con ella las organizaciones políticas y sindicales, son siempre perfeccionables pero imprescindibles. Es lógico que cunda en su seno la desconfianza y el desprecio hacia lo que perciben como un aparato institucional insensible a nada que no sea su propia autorreproducción. Pero hay que evitar que esa desconfianza se disuelva en una nueva e inoperante muestra de desafección, que a largo plazo sólo puede beneficiar a esa emergente ultraderecha europea que vuelve por sus fueros.
La democracia y sus instituciones no son un artificio dado para siempre y concebido para dulcificar la opresión. Son un proyecto en permanente construcción, que apela siempre a nuestra creatividad para incrementar su calidad, para hacerla más habitable, sostenible y resistente ante las amenazas que se ciernen sobre su estabilidad, sin perder de vista que sus únicos e inmutables cimientos son ese cuadro de valores, la libertad, la justicia social y la igual dignidad de todos los seres humanos, que hace más de dos siglos quedaron labrados en el frontispicio de un periodo excepcional en la historia de la humanidad. Que podamos prolongarlo en beneficio de generaciones venideras dependerá en gran parte de nuestra capacidad de construir grandes acuerdos en el seno de esa vieja y renovada izquierda plural.
Antonio Bernal. 17 de mayo de 2011.
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